Por José Teiguel T.
Profesor, Poeta y Narrador
…hay una grieta
por la que los muertos traspasan la frontera…
(Tomas Tranströmer)
En teoría este relato comienza con un accidente, (un accidente que ocurrió exactamente veinticinco años después del primer y verdadero accidente).
También es necesario reconocer que este relato concluye con dicho accidente, solo que en el desenlace de la trama ese evento solamente es usado como un antecedente textual.
En todo caso, para efectos del desarrollo de la historia que se cuenta, que no se les olvide este último dato.
Confieso (si es que acaso este verbo pronominal puede usarse en una ocasión como ésta) que el hecho del que se ocupa este relato sucedió efectivamente en un liceo del sur de Chile, en diciembre de 1991. Por lo tanto, el decurso de hechos aquí descritos y narrados posee una base real que tiene una edad de más de un cuarto de siglo. Sin embargo, como ustedes comprenderán, en el mundo habitable no existe ningún ser humano (excepto el personaje de Borges) que sea capaz de mantener intacto e impoluto el volumen de un recuerdo dentro de su memoria, sin que dicha evocación sufra alteraciones, transfiguraciones, e incluso
malversaciones.
Mucho menos si ha pasado más de un cuarto de siglo.
Por lo mismo, es casi de perogrullo decirles que el desarrollo del evento que he decidido traer a comparecencia, será una edición fiel a la realidad a la cual evoca, en la medida de las precarias posibilidades que me ofrezca mi memoria lesionada, aunque ella misma haya sido presionada más allá de sus propios límites, para cumplir con esta tarea.
Por lo demás, si creo haber admitido que el suceso central del relato es real, no es ocioso advertirles que todo lo demás es literatura.
Y una última aclaración bifurcada en sus dos correspondientes direcciones, más una nota necesaria:
a). La primera parte de esta exposición, que tiene que ver con ciertas disquisiciones crudas cruzadas por ciertos exordios en bruto sobre el hecho a tratar, es más bien extensa y a menudo fastidiosa.
b). La descripción del suceso y el desenlace lógico (o aparentemente lógico) que resulta de él, es más bien sumario, escueto, arbitrariamente lacónico.
c). Nota necesaria: Cuanto pudiesen encontrar de fantástico en este relato, no se debe a las inclinaciones estéticas del narrador (que no cree en este género) sino más bien a su propia óptica de lector o lectores, puesto que lo que para unos puede ser realista e incluso cotidiano, para otros, simplemente, no lo es.
Efectuadas estas aclaraciones, entremos en materia.
Dado que tanto alumnos como profesor (nos referimos al profesor de Castellano), habíamos sufrido en carne propia las adversidades de un prolongado y fatigoso año escolar, es que mucho antes de fijarse la fecha del último examen acumulativo de la asignatura, los veintinueve involucrados en aquel hecho luctuoso, habíamos terminado por admitir que nuestra suerte estaba echada y que a nuestra desgracia,
perfectamente se podía aplicar aquello de que como seres humanos solo estábamos hechos para el dolor, resignados a la derrota. O como alguna vez afirmara la mismísima Simone Weil, en uno de sus tantos libros, en nosotros se cumplía a rajatablas aquello de que la superioridad del hombre sobre Dios radica justamente en la capacidad que el ser humano tiene para soportar el sufrimiento, tal vez mucho más que el mismísimo creador.
Porque de nada importaba que entre alumnos y profesor hubiéramos establecido un clima de relaciones de aceptación, solidaridad y respeto, merced a un acuerdo tácito entre caballeros que han permanecido juntos por dos años consecutivos -un dato no menor si se toma en cuenta que los alumnos habíamos acompañado al profesor cuando la madre de éste se enfermó, sufrió una larga agonía y finalmente se murió de cáncer durante el verano anterior-, si el sacrificio de aquel acompañamiento no traía aparejado
-por parte del docente, claro-, un sencillo acto de generosidad en cuanto a disminuir siquiera en un ápice la dificultad del examen.
Porque, aunque no era excepcionalmente significativo que los muchachos hiciéramos postas para cuidarlo día y noche cuando al profesor -que usando una marcada autosuficiencia que bordeaba en la petulancia, manifestaba ostentar una salud de hierro- lo atacó un cáncer repentino al colon, el que al decir de la profesora de religión evangélica, “cayó como una bendición de Dios sobre él para volverlo sumiso al trato y moderado en el uso de sus conocimientos literarios que casi siempre lo convertían en un tipo orgulloso
y a veces hasta pedante”, si aquello no traía aparejado un resto de conmiseración a la hora de redactar las preguntas del examen.
En conclusión: el pedagogo no iba a transigir en excluir el más mínimo contenido o en bajar el grado de dificultad del control, sin creer que con ello lesionaba gravemente su visión sobre la decencia de la profesión y la exigencia espartana a tener en cuenta en el momento de redactar un instrumento de evaluación de propósitos casi estoicos. Sin ir más lejos, el mismo profesor nos había dicho que el examen
era la gran oportunidad que teníamos por delante para ejercitar el mérito de nuestros respectivos poderíos. Y lo había repetido varias veces, con una brillante dicción, “ejercitar el mérito de sus poderíos”, en un español pronunciado como para ser exhibido un domingo, en misa de once: “Ejercitar el mérito de sus poderíos”.
Por lo pronto, la unívoca decisión que debíamos sobrellevar y cumplir resignadamente, tenía que ver, exclusivamente, con el hecho de acatar, más que esperar, los quince días de reforzamiento y retroalimentación, bajo la severa y atenta mirada de ese tipo que muy de tarde en tarde y solo por desmemoriada cortesía, tenía la deferencia de llamarnos por nuestros nombres de pila.
Y a olvidarse de la cita que sentencia aquello de no hay como un adolescente para romper a un adulto, pues eso no corría ni de lejos con el viejo profesor. Y a olvidarse de que contábamos con la garantía de la juventud para creernos inmortales, botar todo por la borda, alzarnos contra el caudillo y mandar todo a la cresta. Y a olvidarnos de dejar la cagá para arrepentirnos unos años después, cuando el profesor ya no fuera el celador que siguiera sosteniendo su peso de verdugo sobre nuestras vidas.
Aquí había una sola autoridad y estaba instalada al frente de nuestros pupitres.
Por lo pronto advertíamos -más allá de cualquier desvaída esperanza-, que solo nos quedaba un tiempo acotado para administrar la ansiedad y el nerviosismo, las horas de estudio y la angustia; aunque al fin de cuentas el examen era solo eso, un ejercicio en donde nosotros iríamos a exhibir los conocimientos y las habilidades alcanzados durante el año , sin recurrir a otros artificios ni adulterar nuestras respuestas con métodos que nos llevaran a vilipendiar la confianza que el profesor había depositado en nuestras testas.
Porque estábamos ciertos que solamente la integridad constituía el valor que nos pondría a salvo de la infamia -de la propia y aun de la ajena-, pues, como alguna vez había sermoneado el mismo profesor, la dignidad no era un mérito que podía sostenerse a la suerte de la olla. La dignidad era una camisa limpia lista para ponerse a toda hora, en cualquier día de semana, una vida entera.
Mientras repasábamos en grupos de trabajo los extensos contenidos del examen, sospechábamos que el profesor había sorteado la fatalidad del cáncer con la habilidad de quien se desembaraza de una simple picadura de pulga, solo para volver a torturarnos con sus conocimientos interminables; aunque, luego de agradecernos por la solidaridad, integridad y don de gente noble; porque así lo dijo, “solidaridad, integridad y don de gente noble”, que habíamos tenido para con él durante su convalecencia, de manera explícita nos había prohibido hablar de la palabra cáncer, al menos en su presencia, a pesar que la palabra cáncer no era un significante al que podía amordazarse con un scotch tipo gasa de las que se usan en los hospitales para cubrir la imperfección de alguna herida.
Y en definitiva, tal vez si lo único que no nos quedaba claro era el por qué nos hacía sufrir con tantos controles y trabajos de investigación en una época donde nosotros solo estaban preocupados por los avatares del fútbol y los primeros flirteos con el sexo opuesto, que lascivo rondaba y se nos ofrecía a la vuelta de la esquina. Por otro lado, no teníamos muy claro las razones por las cuales el profesor había permanecido solterón y solitario, metido, aparentemente, entre libros, guías, lecturas interminables y preparación de clases. Es más, por un tiempo llegamos a creer que el tormento personal de nuestros días había elegido el celibato solamente para ejercitar su fanatismo por la tortura intelectual en contra nuestra.
Aunque no todo era severo en él. Por ejemplo, desconocíamos el cómo, en una época en que nadie contaba con una máquina de esas características, el profesor había adquirido un reproductor VHS para exhibir películas de nombres por entonces desconocidos para la mayoría de nosotros, incluyendo los profesores del Liceo.
Para entonces Amarcord, La naranja Mecánica, El color púrpura, Amadeus, más la famosa triada de westerns de Sergio Leone, eran los títulos obligatorios, vistos y revisados con una paciencia de monja. Y por si aquello fuera poco, agregaba a sus tormentos la poesía clásica, el teatro universal, la narrativa, la música. Por eso, al final del decurso normal de los temas que formarían parte sustancial del examen, lo obvio era hacerse la siguiente pregunta: ¿de qué manera, en un examen como éste, nosotros, simples alumnos mortales, saldríamos ilesos o al menos lograríamos sobrevivir sin demasiadas heridas?
Pero avancemos:
Cuando llegó el día fijado, presumimos que con toda seguridad iríamos a encontrarnos con un escenario que semejaba al circo romano en la época donde asistían los cristianos, sabiendo que no solo eran esperados por el público, sino por los leones; pues, como habíamos leído alguna vez en un cuento de Saki, era dable pensar que en un circo romano no se concebía a los cristianos sin la necesaria presencia de los leones, y viceversa.
Por último, sospechamos que ni la dirección del liceo, ni la inspectoría general, ni el consejo de evaluación, tenían mucho que ver con este escenario que se situaba más allá de las pequeñas e insignificantes formalidades que estas simples entelequias del organigrama liceano, representaban para el viejo profesor. Porque para nosotros, solo la voz del profesor era y seguiría siendo el primer y único desafío que golpeaba nuestro presente y abría nuestro futuro. Para muchos de nosotros, la voz del profesor era el primer y único libro que habíamos leído con asombro renovado y tal vez seguiríamos leyendo en toda la extensión de nuestras vidas.
E incluso sentíamos que cuando pasaran los años y una tarde de esas nos aprontáramos a jugar con nuestros hijos la segunda pichanga del sábado, alguien de nosotros recordaría que era necesario repasar El penal más largo del mundo, de Osvaldo Soriano. O que, en lo mejor de la fiesta de cualquier fin de semana, alguien evocaría la historia de Puntero izquierdo, de Mario Benedetti. Porque estaba claro que nosotros sabíamos que el profesor sabía. Porque además nosotros sabíamos que bajo su severidad a tiempo completo el profesor creía en nosotros, más que nosotros mismos, más que nuestros propios padres, como tal vez nadie más creía.
Y de esta manera se cumplió el plazo. El día del examen final.
Recuerdo que con todo el peso de la responsabilidad a cuestas que ya les he descrito, ingresamos al salón que se había dispuesto para tomar el examen y nos instalamos en nuestros respectivos asientos. Por lo pronto, aquel salón de clases semejaba un recinto militar, por la severa disposición con la que han sido ordenadas las filas -una cabeza tras otra–, por el silencio sepulcral y nervioso que precedía al examen, por los contenidos extensos y de notoria dificultad que formaban parte del mismo, y por la presencia del profesor que pasaba revista acuciosa sobre las mesas, las manos, los vestones, el bolsillo de los pantalones, los gorros, las mochilas, los ojos delatores.
Los exámenes fueron repartidos por el reverso. A una orden del profesor fueron volteados, se les retiró los corchetes y quedaron sometidos a una inspección visual en su totalidad para pesquisar si existía algún error, alguna hoja en blanco, o la redacción ambigua de cierta pregunta cuyo enunciado no se entendiera con precisión.
Como ya se había hecho una costumbre frecuente, el profesor adoptó la actitud de subirse al pupitre, emulando tal vez a John Keating, el personaje central de la película de Peter Weir, quien, durante una memorable escena del film, trepa hasta la mesa del profesor para enseñarles a sus alumnos a ver la realidad desde otro punto de vista. En otras palabras, el profesor de Castellano, en lugar de pasearse entre las cuatro filas correctamente alineadas y espaciadas de siete alumnos cada una, subió al pupitre colocado
estratégicamente en el centro de la sala, para desde allí custodiar con ventaja el desarrollo de la evaluación.
Algunos alumnos iniciaron el examen con una concentración de autómatas. Otros aprovecharon el tiempo para centrarse primero solo en las respuestas sobre las que tenían absoluta certidumbre de éxito. En general unos y otros, de vez en cuando levantaban la cabeza para buscar en el cielo raso, en las esquinas de la sala, o en el dintel de las ventanas, el volumen oneroso de las respuestas esquivas.
Para colmo de males el profesor introdujo cinco preguntas de ensayo que había que responder a partir de dos novelas muy disímiles entre ellas; ambas novelas breves, pero igualmente interesantes. La primera se denominaba Rebelión en la granja, y trataba sobre una rebelión de cerdos al interior de una granja inglesa. La segunda se denominaba La asesina ilustrada, de Enrique Vila Matas y advertía que la lectura de sus páginas, causaba la muerte inmediata de quien se atreviera a leerla.
En otras palabras, se mire por donde se lo mire y salvando las barreras entre la verosimilitud de la ficción novelada y nuestra realidad, la suerte que correríamos en el examen se parecía mucho a la fatalidad de cada lector de la segunda novela.
En lo que respecta al escenario más inmediato, los menos avezados en la disciplina del estudio, tanto en las soluciones de las preguntas objetivas, como en las respuestas de desarrollo, constantemente movían la cabeza de manera resignada como si se estuvieran preparando de antemano a la derrota definitiva avizorada en los tubos fluorescentes, en las flores de plástico de un jarrón perdido y olvidado sobre el único estante de la sala, en el crucifijo que colgaba encima de la pizarra, o en los recortes de alguna noticia
demodé que pendía traspasada con un alfiler huacho sobre el diario mural. Otros miraban con mal disimulado temor al profesor.
No faltaba quien cerraba los ojos y repetía para sus adentros algo parecido a una oración.
Con el correr lento de los minutos algunos comenzaron a jugar tenuemente con los lápices, a darlos vueltas y a girarlos entre los dedos, a morderlos, a golpearse suavemente y de manera rítmica el borde de los dientes. Los más audaces los lanzaban a una altura controlada, lo retorcían entre sus manos o efectuaban el boceto menudo de algún mamarracho sobre las esquinas de las hojas de respuestas.
Durante la primera media hora el desarrollo del examen sucedió con aparente normalidad. Incluso pareció normal que repentinamente el profesor, presa de una agitación súbita, se abriera los primeros botones de la camisa como para tomar aire, subiera la mano derecha y la llevara a la altura del corazón, oscilara un momento sobre la mesa, como quien dispone realizar una pirueta mortal o se prepara para saltar a un precipicio, doblara las piernas y se desparramara como un pelele sobre el pupitre y luego se viniera al suelo con natural estrépito, golpeándose la cabeza contra el piso de gruesos y anchos tablones.
Extraño e intolerable lo que acababa de ocurrir. Tan extraño y extemporáneo como el hilo de sangre que comenzó a manar desde la cabeza del profesor, tendido cuan largo era en el centro de la sala. Extraño el silencio embarazoso que sucedió al parco estupor inicial. Extraños los veintiocho pares de ojos asustados recorriendo el lugar de los hechos sin saber si dejar de escribir, mirar hacia afuera, acudir en ayuda del profesor, o quedarse inmóviles sobre sus pupitres. Extrañísima la normalidad que fue sido rota de manera tan impetuosa y artificial.

En ese estado de estupor solo las palabras serenas de uno de los alumnos del curso, restituye la normalidad extraviada. -Cabros, aprovechemos de responder el examen y después avisamos a Inspectoría General. Y así lo hacen.
Yo que fui el de la idea puedo jurar que así lo hicimos.
Y por si acaso les queda alguna duda rondando en el aire de esta lectura, les puedo asegurar que ninguno de nosotros pensó siquiera en copiar o en pedirle ayuda al compañero. Tal vez porque en ese momento, libres para siempre de la presencia del profesor, pero también más vulnerables e indefensos que nunca, supimos por fin que había llegado para nosotros el tiempo de ejercitar “el mérito de nuestro poderío”.
Solo me queda por agregar una sola cosa más, pequeñísima y excesiva por lo nimia. Una cosa que podría
ser resumida en el siguiente párrafo: mientras cada uno de los que rendíamos el examen respondía con la
más incondicional y conmovedoras de las responsabilidades -si es que una afirmación así puede usarse en
un caso como éste-, yo podría jurar que, desde su sitio de muerte sobre el piso de aquella sala de liceo del
sur de mi país, nuestro profesor de Castellano sonreía satisfecho.
Yo les puedo jurar a ustedes que sonreía satisfecho.
A veinticinco años de ocurrido el accidente fatal que me permitió visitar el tiempo del examen y este tiempo, yo les puedo jurar a ustedes que sonreía satisfecho.