Por: Luis Báez B.
Profesor de Castellano
Cuando niño, yo soñaba con llegar a ser un montón de cosas. Soñé un tiempo con ser un escritor, no necesaria- mente famoso, sólo un escritor. Claro que antes dispaateaba con querer ser dibujante de historietas. Nunca dibujé muy bien, pero me las arreglaba para construir historias, las cuales -recuerdo- gustaban mucho a mis compañeros de curso, sobre todo a aquellos que solía incorporarlos como personajes. A medida que iba llenando mis cuadernos con viñetas, yo iba contándoles la historieta a los chicos, quienes se arremolinaban a mi alrededor, sugiriéndome ideas y peripecias. Algunos de estos personajes usaban un antifaz y, cuando me enojaba con algún chico, transformaba a su personaje en un bandido, quien era atrapado y se le quitaba el antifaz, haciéndolo aparecer con los ojos bizcos y una cara poco agraciada. Los demás chicos se reían de buena gana, por lo que me gané más de un remoquete del agraviado. No dibujaba muy bien, pero parece que tenía inventiva.
Después soñé con ser profesor primario. Admiraba tanto a mi profesor de quinto que soñaba y ensoñaba con llegar a ser un día como él. Me imaginaba al frente de mis alumnos en alguna escuelita de madera, y si hubiese sido una escuelita rural, mucho mejor todavía. Eso fue lo que siempre quise ser, pero por distintas circunstancias no lo fui. Un profesor de campo que tuviera que atravesar una pampa para acortar el camino a su escuela. Un profesor a cuyo paso despertaran los treiles y lo acusaran con alharaca estridencia. Un profesor que calificaría bien a sus alumnos por conocer el nombre de muchos pájaros y muchos árboles.
De todos mis sueños incumplidos, y han sido muchos, el que más hondamente siento es no haber llegado a ser un profesor rural. ¿Qué idealizó al profesor rural? ¿Qué no tomo en cuenta todo el esfuerzo y el sacrificio que el ejercicio de su labor demanda? Es probable, aunque estoy al tanto de su sacrificada labor. Sé que los profesores de los sectores rurales no sólo deben atender a sus niños en horas de clases, sino que también deben involucrar- se, fuera de horario, en las necesidades y de- mandas del resto de la comunidad. El profesor rural está obligado por un imperativo moral a transformarse en el principal líder de su comunidad. No todo es silvestre poesía.

Me gustaría haber sido un profesor rural, oscuro y anónimo, como tantos profesores rurales. Hace ya una buena cantidad de años, cuando yo estaba recién llegado a Maullín, me llamaba la atención que para el Día del Profesor solía ver llegar a los actos celebratorios a un caballero de aspecto venerable por su edad y por su figura. Llegaba acompañado de su esposa y rodeado de toda una corte que la componían familiares y colegas. Era un anciano de larga cabellera blanca y de unos ojillos de azul intenso. Se trataba del profesor Mario Guzmán. Estaba ya en el ocaso de su carrera y de su existencia. Hay personas en quienes carrera y existencia se confunden. Murió al poco tiempo de jubilar. Y fue precisamente el día de su muerte que yo supe de su vida. Proveniente de Rancagua, escudriñando nuevos horizontes, había llegado muy joven a Maullín, en la década del 40, concretamente al sector rural de Tres Cumbres. Venía por un corto tiempo, pero algo, que bien pudo haber sido el verde del paisaje, o el canto de los pájaros, o la lluvia que tanto estampa su influjo en la idiosincrasia de la gente, le amarró el corazón y decidió quedarse. Había llegado solo y, por eso, al año siguiente, volvió a Rancagua, hizo esposa a la niña de sus juegos infantiles y la trajo consigo, prometiéndole no quedarse más allá de tres años. Pero la silvestre naturaleza de Maullín ya se le había metido en la médula y no se fue nunca más. Literalmente aquí echó sus raíces. Compró un terrenito en el campo, construyó una casa y fundó su hogar. Allí nacieron sus tres hijas. Ejerció todo su magisterio en la escuelita rural de Tres Cumbres que hoy lleva su nombre. Su figura se hizo habitual para los lugareños cuando lo veían pasar todos los días, camino de su escuela, cruzando pampas, sorteando charcas, saltando cercas, hasta llegar al patio donde lo esperaba una gavilla de niñas y niños de campo. Eran los tiempos de falta de caminos y ausencia de carretera. Ejerció con tesón su oficio de profesor rural. Nunca buscó distinciones ni pergaminos; más aún: rehuyó siempre todo tipo de figuración o reconocimientos oficiales. A él sólo le bastaba el amor de su escuela y de sus niños que se arremolinaban en torno suyo. Era feliz en lo que hacía y supo irradiar esa felicidad que no necesita de palabras para expresarse. La verdadera felicidad, así como el verdadero amor, no necesita de palabras. Por eso, él las escatimaba. Su intenso mundo interior tenía otro lenguaje, imponía otras claves. Y todos le comprendían, y todos le querían; más aún: todos le veneraban. Su inmensa afición por la lectura lo enclaustraba en su casa en las horas libres, afición a la lectura que él intentó inculcar en sus niños, llevando a la escuela colecciones de revistas infantiles de la época, como lo fueron “El Peneca” y “El Cabrito”.
Indomable vocación de profesor rural fue la suya. Cuando se acogió a jubilación, se recluyó en su casa y adoptó como rito sagrado el apostarse diariamente frente a la ventana de su cuarto, aguardando, con mirada melancólica, el momento en que los niños pasaban, camino de la escuela, con sus cuadernos bajo el brazo. Y así lo sorprendió un día la muerte. Murió así como había vivido: silenciosamente. Ahora descansa bajo la tierra maullinense de la cual se declaraba hijo adoptivo.
Cuando supe de la vida de don Mario me acordé de esos tiempos en que yo soñaba con ser un profesor rural. Me imaginé que si ese hubiese sido mi camino me habría gustado ser como él: tranquilo, reposado, lleno de silencios significativos.
Ahora ya no sueño y si acaso volviera a soñar sería -creo- con un barco ballenero que me lleve por distintos confines y, sin haber cazado ninguna ballena, recalar en mil puertos hasta retornar un día a la ciudad de la infancia y allí, sentado frente al río, en el mesón de un bar, con un buen trago de ron al alcance de la mano, evocar a los amigos que ya no están, fumar una pipa y, trazándole un par de líneas a las páginas de una bitácora, mirarle perezosamente la cara a la muerte, como un auténtico lobo de mar.