Los Justicieros

Por Luis Báez B.
Profesor de Castellano

Después que el Toño se enojó conmigo y me hizo la tamaña, yo me piqué y le saqué el antifaz y lo convertí en un renegado, en un despreciable traidor que desertó del grupo Los Justicieros, al cual pertenecíamos todos quienes éramos los jovencitos más corajudos y partidarios de la buena ley. Mientras los chicos me rodeaban, yo tiraba unos rápidos trazos sobre las hojas de mi cuaderno, configurando las viñetas que enmarcaban malamente las situaciones de la historia que iba contando, a medida que las dibujaba. Había sido siempre así en todos los recreos. Un grupo de chicos apiñados en torno mío que seguían vivamente la historia, generalmente de vaqueros con fundas y pistolotes. El interés de los chicos en la historia que yo inventaba, mientras la iba dibujando, era que a ellos, sobre todo a mis amigos más cercanos, los convertía en intrépidos protagonistas. Yo mismo, incluso -obvio-, era uno de esos protagonistas. Nunca fui muy bueno para el dibujo, la firme, pero parece que el relato que iba haciendo le daba vida a los mamarrachos que dibujaba y los chicos, que me seguían en mi fantaseo, entendían lo que quería representarles. El caso es que al Toño, al renegado del grupo, logramos atraparlo y lo amarramos a un árbol. Le arrancamos el antifaz y lo vimos en toda su miseria humana: con cara de malvado y, para colmo, con una mirada torcida, producto de sus ojos bizcos. Las risas estruendosas no se hicieron esperar. Turnio, turnio, gritaban todos, con crueldad extrema. El Toño me miró con un odio intenso, tan intenso como el carcajeo que produjo mi dibujo. Definitivamente lo había liquidado. Sin embargo, yo no las tenía todas conmigo. El Toño era más grande que yo y, para desgracia mía, muy bueno para los combos. Lo que me esperaba no era nada saludable. Por eso, la proximidad de la salida de la escuela comenzó a preocuparme. Apenas sonó la campana de término de clases, agarré mi bolsón y me apresuré en salir a la calle. El Toño hizo lo mismo. De todas maneras, logré salir antes y me eché a correr, con todo lo que podían mis escuálidas piernas. Sentía que mis gruesos zapatones me pesaban una tonelada. Mientras corría, miré hacia atrás y alcancé a ver al Toño que me seguía, corriendo a corta distancia. Sus pies descalzos eran una ventaja envidiable. Desesperado, apreté más la carrera y logré distanciarlo un poco más. Afortunadamente, mi casa no estaba muy distante de la escuela, así que logré cubrir las cuadras que las separaban y alcancé a abrir la puerta y a meterme de un solo envión dentro de ella. Mi madre, alarmada por el ímpetu con que entré, me preguntó qué es lo que me pasaba. Nada, nada, le dije, mientras miraba, a través de la ventana, al Toño que me hacía gestos y muecas amenazantes. Luego entré al cuarto de baño. Estaba sofocado y empapado de sudor. Me mojé la cara y me pasé la peineta por el pelo. Mi madre, ajena a todo, me dijo, sonriendo: primera vez que te veo, cuando llegas de la escuela, lavándote la cara y peinándote. ¿Qué es lo que te pasa? Nada, le dije yo; tenía calor y me lavé la cara.

Muy temprano, a la mañana del día siguiente, otro hecho nuevo para mi madre: no hubo necesidad de despertarme, gritándome desde su dormitorio que el reloj hacía rato que había sonado porque me puse en posición vertical, antes que sonara el reloj; alcancé a tomar una taza de café, incluso, y me fui a la escuela, cuando todavía las calles no se poblaban de niños. Llegué a la escuela sin ningún contratiempo. Apenas abrieron el portón, fui el primero en colarme dentro. Me dirigí directamente a mi sala. Allí permanecí, inmóvil en mi puesto, mientras los demás chicos iban llegando de a poco. Yo miraba con mucha inquietud hacia la puerta de entrada. Cuando llegó el profesor respiré más aliviado, sin dejar de mirar hacia la puerta, pero el Toño no llegó esa mañana. En la tarde, ocurrió lo mismo: el Toño no apareció. Apenas terminaron las clases, salí a la calle, miré para todos lados y el Toño no se divisaba por ningún lado. A la mañana siguiente, me levanté cuando escuché a mi madre advirtiéndome que el reloj hacía rato que había sonado. Cubrí las cuadras, caminando despaciosamente, pero sin dejar de echar más de un vistazo a mis espaldas. Cuando entré a la sala de clases, vi que el Toño ya estaba sentado, solo, en su asiento. Fingió no haberme visto. Yo estaba inquieto. Al recreo, cuando mis amigos, me pidieron que dibuje y cuente alguna historia, yo me negué, alegando que estaba cansado y que no tenía ganas. El Toño me miró inexpresivamente con sus ojos bizcos. Al término del segundo recreo, se me acercó y me dijo que deseaba
conversar conmigo. A la salida de la escuela, me estaba esperando afuera, cerca del portón. Te quiero pedir un favor, me dijo. Yo no le respondí nada y le di tiempo para que continuara hablando, mientras me echaba a andar. Ayer no vine a la escuela porque me sentía muy mal. Los chicos me siguen gritando el Turnio y todo es por tu culpa. ¿Por qué hiciste que yo traicionara al grupo? ¿Por qué hiciste que me sacaran el antifaz? Yo no hallaba qué responderle. Es que me piqué por lo que de anteayer, atiné a decirle. Ya, pero eso fue una broma. No había razón para que te picaras tanto. Caminamos en silencio un buen trecho. El Toño seguía
caminando a mi lado, a pesar de que la mísera población donde él vive, y a la que todos le llaman la población callampa, está en la dirección contraria a la calle donde se ubica mi casa. De pronto, el Toño se detuvo y comenzó a balbucearme: te quiero pedir un favor, inclúyeme otra vez en la historieta como perteneciente a Los Justicieros. Lo miré y vi que sus ojos, más bizcos que otras veces, como que se quisieron llenar de lágrimas. Volví a mirarlo y lo vi tan desvalido, en el medio de la calle, a pata pelada, como siempre andaba, y con esas ropas tan anchas que debieron pertenecer a otro más grande que él, que sentí algo extraño, no sé, como si dentro de mí se estuvieran removiendo algunos pesados sedimentos. Sentí piedad por él, esa es la palabra, y le prometí que sí, que lo iba a incluir de nuevo en la historieta como perteneciente a Los Justicieros. Su cara sucia se le iluminó de felicidad. Se dio vuelta y echó a correr por la calle hasta que lo perdí de vista.

Al día siguiente, en el primer recreo, y con ese montón de chicos arracimados en torno mío, me puse a dibujar una historieta en la cual el Toño se arrepentía de su traición y el grupo lo acogía de nuevo y le devolvían su antifaz. Se convirtió en el protagonista de los actos de mayor valentía. Indiscutiblemente esa mañana fue el héroe de la jornada, salvando a Los Justicieros de caer en una fatal emboscada. Mientras dibujaba y contaba la historia, le eché una rápida mirada al Toño y lo vi tan feliz, tan satisfecho de su desempeño, que decidí alargar las situaciones. Nunca antes lo había hecho, pero esa mañana, ante la sorpresa de los demás chicos, decidí no terminar la historieta y, en vez de rematar con la palabra FIN, escribí, a grandes trazos, debajo de la última viñeta, la palabra CONTINUARÁ…

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