Los Laberintos Narrativos de ROBERTO BOLAÑO

Por Fernando Moreno
Profesor de la Universidad de Poitiers, Francia.

Primero voy a contar un cuento, o a recordar un cuento o, mejor, intentar resumir un cuento, el
cuento. Se trata de “Laberinto”, de El Secreto del mal. Comienza así.

Están sentados: Miran a la cámara. Ellos son, de izquierda a derecha, J. Henric, J.-J. Goux, Ph. Sollers, J.
Kristeva, M.Th. Reveillé, P. Guyotat, C.Devade y M. Devade. La foto no tiene pie de autor.

Están sentados alrededor de una mesa. La mesa es común y corriente, tal vez de madera, tal vez de plástico, puede que incluso de mármol y pies metálicos, en cualquier caso nada más lejos de nuestra intención que describirla hasta la saciedad. La mes es una mesa suficientemente grande como para que quepan los arriba mencionados y está en un bar. O eso parece. Por el momento digamos que está un un bar. (65)*

Estamos entonces instalados ahí, atentos al momento en que debían ser captados por el lente, y si creemos en lo que dice el narrador, lo siguieron estando en esa existencia en blanco y negro que debería haber quedado ahí fija, durante mucho tiempo – por no decir para siempre – sin sospechar que años más tarde otra mirada los sacaría de ese instante para instalarlos en el tiempo sin tiempo de relato.

Las citas corresponden a “El secreto del mal”, Editorial Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 65– 89.
: : Fotografía alusiva a personajes del cuento: “Laberintos Narrativos” – R. Bolaño

Del espacio de la fotografía –evocada pero no reproducida en el texto- y del espacio referido por la fotografía, se pasa al dato cronológico -“La foto, con casi toda la probabilidad, está fechada alrededor de 1977”, (66)- y luego a la descripción de los personajes. Así del primero de ellos se dice:

En el lado izquierdo tenemos, como ya hemos dicho, a J. Henric, es decir al escritor Jacques Henric, nacido en 1938 y autor de Archées de Artaud traversé par la Chine, de Chasses. Henric es un hombre fuerte, un tipo ancho, de complexión musculosa, probablemente no demasiado alto. Viste una camisa a cuadros arremangada hasta la mitad del antebrazo. No es lo que se dice un tipo guapo, más bien tiene una cara cuadrada de campesino o de obrero de la construcción, cejas pobladas y mentón oscuro, de esos mentones que necesitan (según algunos) dos afeitados diarios. Tiene las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre una rodilla. (66)

La mirada del narrador, sus observaciones hechas discurso se mueven en un terreno donde alternan datos supuestamente objetivos, informaciones, aparentemente precisas, y opiniones que le hacen abandonar su posición de un ojo neutro y objetivo y que se encaminan hacia la amalgamada expresión de buen sentido y de arbitrariedad. Y aunque de su examen nada parece escapar, confiesa su ignorancia, sin que por esto se altere el estatuto que él mismo se ha conferido, muy por el contrario, como lo comprobamos al continuar la lectura:

A su lado está J.-J. Goux. Probablemente se llama Jean-Jacques, pero en este relato, y por comodidad, lo
seguiremos llamando por sus iniciales. J.-J. Groux es joven, rubio, lleva gafas, su rostro no es un rostro de facciones agraciadas (aunque comparado con Henric no sólo parece más guapo sino incluso inteligente), la línea de mandíbula es simétrica y sus labios están rellenos, si bien el inferior es ligeramente más grueso que el superior. Viste un suéter de cuello alto y una americana oscura. (66)

Lector y observador de esta instantánea que no es tal, el narrador construye su relato, recompone la representación con una perspectiva no exenta de ironía, sin dejarse llevar por aquello que puede parecer evidente o por la interpretación simple o fácil, obligando casi a su lector a seguirlo por un dédalo de observaciones y deducciones. Inspeccionando cada milímetro de la imagen, escrutando detalles de aquellos seres nunca mejor llamados de papel, los desviste y los viste con otras prendas a sus medidas,
los diseca para intentar aprehender algún atisbo de verdad y/o de mentira, estudia las miradas, las actitudes, considera lo probable, lo inquietante o perturbador, avanza cuestionando, respondiendo, respondiéndose.

A partir de lo que el narrador llama la presencia de ciertos símbolos en la foto (como una cierta disposición de los objetos o “la presencia aterrorizada y musical” de un rododendro), va a presuponer un entramado más complejo y más sutil en las relaciones que los miembros de este grupo mantienen entre sí, haciéndoles abandonar ese instante del tiempo al caer la noche, la que procura el ambiente propicio para revelar, como en la foto, la intimidad de sus envolturas materiales y carnales las que, por lo demás, él entrega al lector, ahora cómplice de este mirón y de su efracción: “Imaginemos a J.-J. Groux, por ejemplo, a J.-J. que nos observa desde el fondo de sus gruesos anteojos submarinos” (72). Y ese trabajo de la imaginación devela, entre otras cosas, que este personaje se encuentra confrontado a una soledad inconsolable que intenta atenuar con dos copas de coñac y dos cafés, sentado en un bar cerca de la estación de metro Mabillón, mientras afuera ha comenzado a llover. Y el narrador afirma que:

Si nos acercamos podemos notar que alrededor de sus ojos se ha abierto una zona de guerra: son sus ojeras. En ningún momento se ha sacado los lentes. Su aspecto es desolador. Tras una espera desmedida, vuelve a salir a la calle, en donde sufre un estremecimiento tal vez producido por el frío (….). Al llegar a la boca del metro se toca el pelo, se lo hecha hacia atrás varias veces como si de pronto creyera que está despeinado, aunque no es el caso. Después desciende por las escalinatas y la historia se acaba y se inmoviliza en un vacío en que las apariencias poco a poco se difuminan. ¿A quién ha estado esperando J.-J. Groux? ¿A la persona que ama? ¿A alguien con quien pensaba acostarse esa noche? ¿Y cómo afectará a su espíritu delicado la incomparecencia de esa persona?. (73)

Con idéntica disposición e indiscreción, volviendo sobre sus personajes, rehaciendo las parejas y rehaciendo las noches, reconstruye las situaciones y las existencias de estos seres para introducirse en el fondo escondido de cada uno de ellos, el que no puede percibirse sino mediante estas incursiones que incluyen en un mismo nivel tanto certezas como suposiciones:

Dentro de poco, Sollers y la Kristeva estarán juntos, leyendo, después de haber cenado. Esa noche no harán el amor. Dentro de poco, Marie-Therese Reveillé y Guyotat estarán juntos, en la cama, y él la sodomizará. Se dormirán sobre las cinco de la mañana después de cruzar una palabras en el lavabo. Dentro de poco Carla Devade y Marc Devade estarán juntos y ella va a gritar y él va a gritar y luego ella se irá al cuarto y cogerá una novela, cualquiera de las muchas que tiene en su mesita de noche, y él se sentará en su
escritorio y tratará de escribir pero no podrá hacerlo. (75)

La mirada impúdica del narrador penetra en el centro de esas interioridades en las que el mal de vivir está instalado, llenas de un vacío que se repite abismalmente y donde casi sin cesar vuelven la desazón, la pesadumbre, el tormento, los engaños, la incomprensión, la soledad, el abandono. Hurga en ellos, en sus vidas privadas, incluso cuando duermen, penetra en los sueños, en ese espacio de donde emerge una dimensión despiadada, una materialización inflexible de la tragedia y del mal, la del destino ineluctable que les espera:

Dentro de poco J.-J. Goux, que ha sido el primero en dormirse, tendrá un sueño en donde aparecerá una foto y en donde se oirá una voz que le advertirá sobre la presencia del demonio y sobre la infausta muerte. El sueño, o la pesadilla auditiva, conseguirá despertarlo de golpe y ya será incapaz de volver a dormir durante el resto de la noche. (75)

El narrador se apodera de esas almas que deambulan por un camino hecho de intrigas, apariencias y mentiras y las pone frente a la situación del infortunio. Por eso también puede inmiscuirse en la pesadilla de Philippe Sollers quien, en la playa de Bretaña, camina en compañía de un científico que posee la clave para destruir el mundo. El narrador explica, le ayuda a comprender, a darse cuenta de que el sabio es él, y de que quien camina a su lado es un asesino. Cual demiurgo, el narrador ve siempre más allá, puede
atravesar la materia, hacer caso omiso del tiempo y del espacio, se burla de las apariencias, pone al desnudo todas las manifestaciones y formas de temor o pavor, e incluso de las vanidades, que aquellos individuos experimentan y sienten, pero que quisieran disimular. Clarividente, traduce la realización de una suerte de aciaga profecía. Y si el día viene a iluminar la fotografía, marcada todavía por la huella
tétrica del mal –“Y entonces la noche acaba (o la parte pequeña de la noche, la parte manejable de la noche acaba) y la luz envuelve la foto como un esparadrapo ardiendo”(78)-, pronto vuelve la noche a cubrir toda la superficie. Y con ella el movimiento de los personajes.

El narrador invita al lector además, y por ejemplo, a desenmascarar a ese joven periodista o escritor centroamericano que ha visitado las oficinas de Tel Quel y que ha tenido una conversación con algunos de los presentes y al que Carla y Marie-Therese observan; esta última al cruzarse con él en el rellano del primer piso “descubre en sus ojos, tras el cómodo disfraz del resentimiento, un pozo de horror y de miedo insoportables” (80). Al mismo tiempo, el hablante espía la morada de Guyotat, que se desliza como una caricia por la nuca de una bella desconocida, pero:

(…) el centroamericano está más allá de los bordes de la foto y la desconocida a la que mira Guyotat y que por el momento sólo blande la ventaja de su belleza, comparte con él ese territorio inmaculado y engañoso. Entre ellos no se cruzarán miradas. Pasarán como dos sombras que comparten brevemente la misma superficie de espanto: el teatro giróvago de París. El podría convertirse sin mayores problemas en un asesino (…). La desconocida, por su parte, no caerá en las redes de amianto de Pierre Guyotat. Espera en la barra a su novio y con él o con el siguiente no tardará en iniciar una desastrosa y por momentos consoladora vida matrimonial. La literatura pasa junto a ellos, criaturas literarias, y los besa en los labios sin que se den cuenta”. (85-86)

Aproximándonos hacia el final del relato, nosotros lectores constatamos que, esta vez, que la dinámica noche y día que orientaba la descripción de las imágenes y de las imágenes en movimiento se desvanece: “Y entonces la foto se ocluye y sólo queda en el aire el humo del Gauloises, como si la foto se escorara repentinamente hacia la derecha, hacia el agujero negro del azar, y Sollers de golpe se detiene en una calle cualquiera…” (87(. Y la foto de nuevo “se pierde en el vacío”. Y la historia finaliza –sin terminar- con el comienzo del día: “Aurora boreal. Amanecer de perros. Casi transparentes, todos ellos abren los ojos”. (88) Henric, otra vez, camina por el interior de un parking oscuro y sus botas resuenan sobre el cemento, recuerda a Pierre Guyotat y su relación con la llamada Carla Devade:

Los ve sonreír una vez más y luego los ve alejarse por una calle en donde las luces amarillas se quiebran y
se recomponen a ráfagas, sin ningún orden aparente, aunque Henric en su fuero interno sabe que todo obedece a algo, que todo está causalmente ligado a algo, que lo gratuito se da muy raras veces en la naturaleza humana. Se lleva una mano a la bragueta. Ese movimiento, el primero que hace, lo sobresalta. Está emplamado y sin embargo no siente ninguna clase de excitación sexual. (89)

Ahí termina el texto de este “Laberinto”.

“ORIGEN” DEL TEXTO: FOTO, ÉCFRASIS Y EVIDENTÍA

Como se ha visto, en este cuento, el elemento seminal y desencadenante del relato lo constituye la descripción de una fotografía de un grupo de personas. El narrador va recorriendo con sus ojos esa imagen, que no tiene pie de autor, estableciendo el marco espacial, identificando una por una a las personas fotografiadas, explicando sus posiciones, sus rasgos físicos –lo que ellos podrían significar-, y
sus ademanes, informando sobre la actividad o sobre los textos escritos por ellos cuando lo sabe, refiriéndose además con precisión detalle a la manera cómo están vestidos, y a sus actitudes ante el lente.

Como también sabemos, la fotografía es un dispositivo que aparece de manera relativamente frecuente en la obra de Roberto Bolaño y en relación con sus funciones se ha afirmado que es mencionada o que aparece bajo dos formas: en primer lugar, como elemento que permite establecer una relación con la “realidad” en la medida que permite certificar de que algo sucedió o de que alguien existió y, segundo, como un factor perturbador, que contiene enigmas y misterios no siempre elucidados. El dispositivo fotográfico es presentado como pista o prueba fragmentaria que permite iniciar una búsqueda y orientarse –aunque la mayoría de las veces de manera improductiva- en un territorio hostil del que han desaparecido los puntos de referencia”, dice Valeria de los Ríos /74); así, parece que en la fotografía, concluye la citada estudiosa, “se experimenta con un poder casi mágico ante su presencia, como si ella cifrara un misterio epifánico, adquiriendo entonces un sello aurático en la medida en que en la sociedad
contemporánea los referentes se han desvanecido” (80). En “Laberinto” la fotografía se sitúa en el centro de un dispositivo que incluye, activa y fundamenta la fabulación, la invención narrativa.

En el texto de Bolaño estamos entonces frente a una nueva modalidad de esta presencia discursiva de la
imagen visual, tanto más cuanto que el recurso a la écfrasis, es llevado aquí más allá de los límites de la tradicional representación verbal de una representación visual de la realidad. Se trataría, claro está, no de lo que se ha llamado una écfrasis descriptiva –ese paréntesis narrativo que significa la descripción detallada de un objeto o de una obra de arte- en general de una obra pictórica, sino de algo más cercano a una écfrasis narrativa, es decir aquel procedimiento que implica introducir un relato al describir la historia representada en un objeto o en una obra artística.

Más aún, en “Laberinto”, el recurso a la écfrasis, puede ser considerado como una suerte de puesta en
escena de la evidentía, una figura del pensamiento que, según Henrich Lausberg, es la “descripción viva
y detallada de un objeto mediante sus particularidades sensibles (reales o inventadas por su fantasía…)”.
Como observa Camila Mardones, aunque la evidentía significa una descripción del proceso de percepción,
posee un carácter estático, el que se traduce por un intento de recreación de la simultaneidad de lo abarcado por la mirada, y tiende a hacer un uso generalizado del tiempo presente, el que incluye o reemplaza las dos otras dimensiones temporales situando el discurso en una duración única, tal como hace la fotografía con las imágenes ya convertidas en pasado. La evidentía es, en este caso, un recurso que posibilita el despliegue de un conjunto de reacciones que inciden directamente en el proceso de recepción y de comunicación, así como en el de la propia representación narrativa. Frente a la fotografía, el espectador –en este caso el narrador- no sólo accede a la información contenida en las imágenes, también a lo que las imágenes sugieren, a lo no dicho por ellas, a lo que éstas podrían ocultar. Por ello la mirada del narrador va, primer, a observar las imágenes y su discurso a traducir esa percepción; luego esa reconstrucción textual será acompañada por aquellos elementos que, frutos de la suposición y la imaginación, complementan el primer nivel de referencialidad. El resultado es un relato, en el cual el presente narrativo alterna con el futuro, que se separa de la representación estrictamente realista y que propone algo así como un espacio laberíntico, hecho de muchos otros espacios, de caminos y senderos en el que resuenan voces múltiples y dispares.

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